viernes, 7 de febrero de 2020

Louis Rémy Sabattier: L’arrivee de la classe




Louis Rémy Sabattier, ilustrador y pintor, conocido por su labor durante décadas en el semanario L'Illustration, vivió entre 1863 y 1935. Ilustró muchos episodios de la Primera Guerra Mundial, la vida parisina y la irrupción del automóvil en la vida burguesa.

En esta pintura sobre tela, sin fecha conocida, Sabattier refleja con precisión un episodio puntual de la vida militar: la incorporación de una nueva clase al cuartel.

Los uniformes ubican la situación no más allá de 1914, cuando pantalones y quepis aún eran rojos y no se había adoptado el azul horizonte que camufla al soldado en la batalla.  La acción transcurre en el interior del cuartel, de lo que nos dan cuenta las rejas abiertas hacia adentro y la posición de la garita de guardia, intramuros. Afuera, quizás del otro lado de la calle, edificios civiles que muestran el contraste entre la vida que se abandona y la nueva vida militar en ciernes. Los árboles de la calle tienen poco follaje, quizás estemos en otoño: los abrigos civiles parecieran ir en el mismo sentido de esta idea. Vean esas sombras: el sol parece estar elevado más de una cuarta sobre el horizonte. Pasó la media mañana o la media tarde.

El centro de la imagen está acaparado por los once nuevos reclutas, con sus ropas heterogéneas, en fuerte contraste con las ropas uniformadas de los ya incorporados. Forman en cualquier orden: los altos en el medio, los más bajos entremezclados. Llevan liadas algunas pocas pertenencias que suponen necesitar tras la incorporación. Las ropas, a su vez, indican diversas procedencias geográficas y sociales: boinas, galeras y sombreros de campo les cubren las cabezas. En contraste, los quepis rojos de los militares en servicio. En ese mismo plano central Sabattier pone a dos militares consultando una lista. La marcialidad es, aún, nula: ni los reclutas están más ordenados que en un par de hileras vagas, ni los que pasan lista lo hacen adoptando formas militares: uno de ellos, inclusive, tiene su mano abandonada en el bolsillo, mirando distraídamente lo que hace su compañero, casi sin demasiados deseos de intervenir.

Por un momento alejémonos del plano central, y vayamos a la periferia: a la izquierda hay un grupo de soldados que mira: tres de ellos portan escobas y ánforas y llevan encima del uniforme cotidiano, un delantal blanco. Otro, junto a ellos, no porta elementos ni delantal. Podría decirse que es un grupo de trabajo, de soldados que hace poco fueron reclutas, que todavía no tienen el cuartel suficiente como para hacer tareas propias de la vida castrense, y que por el momento deben barrer y baldear. Pero ya tienen uniforme, ya pasaron por esa incorporación que ahora le toca a esos once sujetos vestidos de civil. El cuarto soldado que no lleva delantal posiblemente sea un soldado algo más antiguo que los otros tres, que dirige la maniobra de limpieza. Quizás los tres de delantal están castigados y por ese día deben realizar ese tipo de tareas, a cargo del otro, que ejerce así sus primeros ejercicios de mando sobre otros soldados, en una faena sencilla. Queda esclarecido que es de mañana, horario más apropiado para la limpieza de un cuartel que la tarde.

A la derecha hay otra situación de sentido pleno: un militar, con las manos entrelazadas por la espalda, parece controlar desde atrás lo que ocurre, acompañado de otro más que solo mira. Detengámonos un poco más en ellos dos: sus uniformes tienen algunos aditamentos: el de las manos atrás viste un capote largo, con el cuello levantado (otra señal de que quizás el clima estaba algo fresco o ventoso). El otro, parcialmente tapado, viste también un capote, pero más corto. ¿Vestir capote será un signo de distinción? Hay algunos detalles que indican una clara diferenciación de este militar de las manos atrás: su pantalón rojo es el único que posee a lo largo de la pierna una martingala oscura. Sus zapatos brillan. En sus puños, luce tres tiras doradas, mientras que los que pasan lista llevan dos tiras, y ninguna llevan todos los otros soldados, aunque no podemos mirar los brazos del que es tapado por el militar más distinguido. El quepis del que luce tres tiras doradas, tiene una amplia faja dorada. Y aquí podemos apreciar que el militar al que tapa con su imponencia, también parece tener una faja dorada más angosta en su quepis, que no aparece en ningún otro. Podemos postular que son los oficiales de más rango en la imagen. El de las tres tiras, además, es canoso.

Volvamos al centro: vemos dos filas de seis reclutas adelante y cinco atrás. Ninguno parece estar demasiado entusiasmado. Aun tienen mucho camino por recorrer para ser marciales: dos llevan las manos en los bolsillos, otro las esconde en su piloto, aún desconocen la posición de firmes o la alineación en dos filas paralelas. Llevan sus cabellos algo largos, y los colores de sus ropas están alejados del patriotismo tricolor de las ropas militares de los ya incorporados. ¡Estos civiles aún no sienten a su Patria como los que están bajo bandera! Esas ropas nos permiten distinguir a los citadinos de los provincianos. Los chalecos, las fajas, los adornos en los sombreros ligeros, los pañuelos al cuello, son cosas de provincia. Las galeras pesadas, las corbatas inútiles, los trajes oscuros, son de parisino. Entre ambas vestimentas, unas ropas a medio camino: los colores del campo, la confección sencilla, pero un atisbo de sobriedad citadina: ¿los provincianos que, venidos a París, fungen como artesanos, obreros o sirvientes de los burgueses? En pocos instantes, todas esas diferencias dejarán de ser apreciables en la ropa, de eso se encargarán todos los que llevan tiras en sus puños.

Los de dos tiras en los puños: lejos de la trinchera –quizás aún no se excavaron, no hay hostilidades- la vida militar es una suerte de ritos inútiles teñidos por la burocracia, como ese que están ejercitando, el de llevar listas y hacer anotaciones. ¿Aspirarán al honor del sacrificio y la muerte en el combate? ¿O esta vida de sueldo mensual y cierto prestigio social los está colmando y adocenando, aunque todavía no peinen canas como el de tres tiras doradas? Justamente esa tarea, adocenar, es la que parecen estar haciendo: buscan agrupar por docenas a los reclutas. Pero ¿hay una falla en el listado provisto o hay un desertor, y por eso sólo contamos once? ¿O en la fila de atrás, hay un doceno tapado por los de adelante? ¿Quiso Sabattier retratar también a un desertor o solo estamos haciendo devaneos vanos ante lo que la perspectiva no nos permite observar? Y ya que estamos hablando de lo que no podemos observar, de lo ausente, de lo que no está, si hay algo que ostensiblemente falta en estos militares son las armas. No hay fusiles, no hay sables, ni cuteaux, ni siquiera un cañón ornamental protegiendo la entrada. Estos descendientes de aquellos ejércitos napoleónicos que hacían batir en retirada a prusianos e ingleses, ya no llevan más armas al hombro que lampazos y ánforas. La vida militar es ahora barrer, limpiar, llevar listas, controlar con las manos atrás, quizás montar alguna cómoda guardia al borde de ese paisaje urbano de entrada al cuartel.

El grupito vestido con casacas blancas de faena, mira a los recién llegados. Nosotros también fuimos bisoños un día (no tan lejano). Ya verán que no se está tan mal por acá, se come todos los días y apenas se conoce bien a los cabos y sargentos, como estos dos que pasan lista, uno puede llevar bien esta vida. Lo mejor es pasar desapercibido, ya lo verán.

En el que manda a este pelotón de fajineros se puede vislumbrar el atisbo de una sonrisita sardónica. El, antes que los de blanco, también fue recluta y tuvo que dejar su ropa de citadino para mudarla por esas que lleva ahora. Todavía no tiene tiras en los puños, pero quizás lleguen. La mano en el bolsillo, en actitud displicente, distingue la naturaleza de su inspección a los recién venidos, pues no cuenta con el deber de control ni de la autoridad del de tres tiras. Pero está ahí y se da aires. Un observador podría decir, de éste soldado, que quiere meterse en docena (entremeterse en la conversación, siendo desigual a las personas que hablan). Pero no importa, no cuenta, nadie le presta atención, ni los reclutas.

El militar canoso de más jerarquía, estudia el material humano que le acaba de llegar. Descubre posibles venéreas, talantes, vicios, aptitudes… Lleva muchos años de trato con hombres y no se le pasan los detalles. Por el momento, se queda atrás, no quiere concitar atención y que su observación se perturbe. Junto al soldado eclipsado por él, vemos junto a una construcción de ventana romboidal, que hay una maleta apoyada en el piso. He ahí un dato: ese soldado llegó recién de viaje junto con los reclutas, quizás sea el oficial de leva, el que los convenció de enrolarse y levantó esa lista que los otros leen. Está esperando el dictamen del canoso, que le confirme otra vez que ha elegido buenos franceses para servir a su patria, ninguno enfermo ni díscolo. Patriotas. Una tarea sin escobas que a su vez le permite estar largos períodos fuera del cuartel, deambulando por los pueblos, buscando engrosar el regimiento para que haya carne cuando truenen los cañones.

A pesar de las sordas tensiones descriptas, campea la tranquilidad en la escena. No parece haber todavía guerra, no son soldados para enviar al frente, y la vida castrense es por el momento barrer pisos, pulir bronces y acicalarse el uniforme. Aunque estén sentados sobre un barril de pólvora.

Daniel Ortiz

jueves, 16 de enero de 2020

La suerte de los negros




Marcelo Caruso, Negro el dolor del mundo, Buenos Aires, Ed. Alfaguara, 2019
Premio Clarín de Novela 2019

“Si yo fuera un ciudadano de primera
amparado por una constitución
yo te podría decir que me cago en tu amor.
Y que me gustaría ser negro
y con mucho olor”
Charly García

El negro Félix nace en Buenos Aires en 1729, cuando esto era un barrial con algunas casas y pretensiones de algo más, a miles de leguas de la capital del Virreinato, a orillas de un rio (que no un puerto) donde el comercio se ahogaba, y asomaba una larvada burguesía criolla con pretensiones de algo más.
Todavía en Francia no había guillotinas ni habían nacido Luis XVI y María Antonieta.
Félix vive en la casa de don Gabriel Martos Galloso, que podría decirse era un liberal precursor, que pensaba –con sus amigos progres– que indios, negros, criollos y españoles gozaban de una misma esencia humana. Su esposa doña Laurentina de Dios Campos, que no había sido bendecida con la gracia de la descendencia, cría a Félix como un blanco, con la ayuda de las esclavas Policarpa y Albertina: le enseñan a leer y escribir, pero también lo instruyen en los arrobos de la música, las mañas de la oratoria, y don Gabriel lo inicia en los arcanos de las hierbas que poseen la propiedad de restablecer o quitar la salud.
La trama se desarrolla en dos narraciones paralelas, con un salto en el tiempo entre ellas. De inmediato sabemos que Félix está preso por algo que puede ser una muerte, que Buenos Aires carece de verdugo, y que importa más cubrir la vacante que castigar a un negro.
Félix no vive como los demás negros, pero es como ocurre hoy cuando vemos a los exiliados africanos vendiendo relojes o sombreros en la calle: suponemos que no pueden hacer otra cosa más que trapichear baratijas, así como en ese Buenos Aires se suponía que un negro no podía más que hacer tareas manuales.
A esta altura de la reseña, podríamos apostar que quien la lee da por descontado que Félix es esclavo. Pero no, nació libre. Cierta contingencia, que se va desentrañando poco a poco, lo lleva a la situación que se nos muestra desde la primera página.
Por primera vez en su vida, Félix sintió lo que significaba ser negro.
Como nació libre, tiene el status jurídico de persona, no de cosa (como los demás negros que sí son esclavos). Pero eso no es bien entendido ni por los traficantes de negros ni por los reaccionarios que siempre los hubo en todas las épocas.
Marcelo Caruso construye una laboriosa novela que posee tanto el mérito de estar fielmente ambientada en la realidad histórica que elige –tratada con rigor, pero al pasar, como una tenue lámina de fondo- y a la vez ser tributaria de aquellas narraciones de postergaciones infinitas, como El castillo o El desierto de los tártaros. Se posterga una decisión que debe tomar Félix –aún preso y tratado como si fuera un esclavo preso, sigue poseyendo una esfera de albedrío que puede salvarlo- y que pareciera prolongarse muchos años en el tiempo ficcional, aunque bien seguida la trama, se advierte que han pasado apenas algo más de tres meses desde el comienzo de las desventuras y el fin de la novela en 1752.
En la tradición de Sartre o Brecht, es también una narración que propone al lector realizar elecciones morales. A los personajes de fondo de la novela, los anónimos mestizos, negros y zambos que se ocupan de las tareas ínfimas pero esenciales, esa disyuntiva ética les da ocasión para el azar: Hasta en el campo corren apuestas sobre lo que harás, le dice el guardia del calabozo.
La novela nos habla de lo que significa ser negro. Negro en 1729, negro en 1752 y lo que haya significado ser negro hacia la Asamblea de 1813 o en 1852 (vísperas de Caseros); o lo que fuera ser negro en 1945, 1955 o 2020.
Las personas ya no se compran ni se venden, ahora lo que se compra es la fuerza de trabajo, pues la humanidad evolucionó y deja libres a las personas para que éstas tengan el albedrío de vender su fuerza laboral al que pueda pagarla. Y para que se mantengan solas, no dependan más de la casa y comida que les agencie el bueno del amo. Porque acá en Buenos Aires siempre se fue piadoso con los esclavos –los negros- nada de azotes ni plantaciones de algodón bajo el sol: trabajos manuales sencillos, tareas de la casa, desahogo del amo, recados por las calles de barro, lavado de ropa en el río. Y en el tiempo libre –siempre los porteños fueron muy humanos con sus negros- el comercio de alguna manufactura en la Plaza para ir haciéndose un peculio. Y comprarle al amo la libertad cuando sean viejos.
Ser negro se define por oposición a ser blanco. Félix es tan culto como sus padres adoptivos Don Gabriel y Doña Laurentina, como los amigos liberales de estos, la beata de Cárdenas, el doctor Bernabé Denis de Arce. Pero es insalvablemente negro. Un negro que sólo podría casarse con una negra –aunque fuera esclava- pero que por analfabeta, por abusada, por negra, solo vería acentuada las diferencias con su festejante de color. Para el negro nunca nada es fácil. Y antes, tampoco lo fue.

Daniel Ortiz

viernes, 6 de enero de 2017

Piglia y Martínez





 Trigorin: ¡Pero si hay lugar para todos, lo mismo
 para los nuevos que para los viejos! 
¿Por qué tiene que empujar, entonces?
(Chejov, La gaviota)

A
utores habituados a ser muy leídos, ensayaremos la relectura de dos textos de ambos (El camino de Ida y Yo también tuve una novia bisexual), haciéndolos dialogar (a los textos, claro). Asumiendo con estoicismo los riesgos de acometer una novela de Piglia, autor de libros tan fundamentales como La ciudad ausente o Respiración artificial; en nuestro parecer, el mayor autor nacional vivo[1]. Un sujeto distante, venido de la academia, que al fin ha resultado ser tan claro y ameno charlista en esas clases memorables sobre Borges que nos prodigó la televisión pública. Y asumiendo también los riesgos de entrometernos con la obra de un buen autor de la generación intermedia como es Martínez, que despliega una cierta clarividencia a la hora de repeler críticas: “(…) el lugar común tan extendido de que es el lector quien completa la obra literaria. Pero un lector puede simplemente no estar preparado para enfrentar a un determinado autor (…) La versión que logre asimilar de lo leído será obviamente pálida, incompleta, incluso equivocada. Si esto parece un poco elitista, baste pensar que suele suceder también exactamente el caso inverso, cuando un lector demasiado imaginativo o un académico entusiasta lanza sobre el texto, como tiros rasantes, conexiones, interpretaciones e influencias que al pobre escritor nunca se le ocurrieron.”[2] ¡Qué será de nosotros, lectores imaginativos, nada académicos aunque entusiastas! ¡Qué hacer ante quien, como Carlos Argentino Daneri sobre Paul Fort, nos dice que al príncipe de los poetas no lo alcanzará la más inficionada de nuestras saetas!

         Manos a la obra. Y lo haremos haciéndole caso a Martínez cuando nos dice, citando a Piglia, que “todo cuento es la articulación de dos historias, una que se cuenta sobre la superficie y otra subterránea, secreta, que el escritor hace emerger poco a poco durante el transcurso del cuento y sólo termina por revelar por completo en el final.”[3]

         Los autores (ambos ganadores del Premio Planeta) escribieron dos novelas contemporáneas (Martínez, 2011; Piglia, 2013). Las dos transcurren en un mismo escenario: el campus universitario estadounidense. En las dos –narradas en primera persona- se suscitan encuentros de índole sexual entre los protagonistas (en ambas, profesores) y sendas mujeres, que son fundamentales en la trama de superficie. En ambas los cuerpos de profesores anfitriones sostienen luchas más o menos soterradas. En las dos la trama subterránea es eminentemente política y contiene fuertes críticas a la sociedad estadounidense, bien que ambas se cuidan también de no caer en lugares comunes.

         Donde otro pondría: “y paremos de contar las coincidencias”, nosotros diremos: “Las dos novelas tienen esta enorme cantidad de coincidencias”. Y se sumarán otras más, bajo la forma de contrapuntos. Pero hagamos primero una mínima síntesis argumental.

         Yo también tuve una novia bisexual (2011) narra la historia de un profesor universitario argentino que en agosto de 2001 viaja a Redground, en el sureño estado de Georgia, a dar un curso. Allí se involucra con una alumna (una relación prohibida por el sexual harassment universitario), Jennifer Johnstone, su novia bisexual, y lo sorprenden los aviones contra las Torres Gemelas durante su estancia.

         El camino de Ida (2013) es la historia de otro profesor universitario muy conocido, el Emilio Renzi de las novelas de Piglia, que a mediados de los 90 también viaja a una universidad de Nueva Jersey a dar un curso, y se involucra –más respetuoso de las reglas- con una colega profesora, Ida Brown, que quizás también fuera bisexual, aunque es indudablemente promiscua y discreta. Ida muere y la investigación de esa muerte parece conducir, por algunos caminos, a Thomas Munk, un alter ego de Ted Kaczynski, el célebre Unabomber.

         Pero Yo también… pretende algo más. Es, en realidad, el pretexto para otras cosas de más vuelo que roces eróticos o aviones estrellándose contra el Pentágono. La novela quiere exponernos, también, la teoría “de los refinamientos dicotómicos”, una teoría filosófico-lógico-estética que esbozaremos un poco más adelante. En los agradecimientos, el primero está dedicado “A Tzvetan Todorov, por una conversación iluminadora en Buenos Aires sobre su libro Crítica de la crítica, y por su generosa disposición para escuchar sobre la teoría de los «refinamientos dicotómicos» que se expone en la novela.” (pág. 219 y previa cita de pág. 132.)

         He aquí una de las muchas coincidencias entre las novelas, que resaltaremos además de las más ostensibles de los primeros párrafos. En El camino… nos encontramos con una afirmación: “El Manifiesto practicaba la crítica de la crítica crítica y no parecía dispuesto a imaginar una alternativa social. En eso era tolstoiano.” (pág. 162). El mentado Manifiesto es el de Thomas Munk. Vale decir: a la doble negación de una, se opone la negación de la negación en la otra, que vuelve a afirmar, completando la tríada dialéctica. En eso es hegeliano.

         Desde ya que no fue esta la primera señal de diálogo entre ambas novelas que encontramos, pero nos sirve para mostrar otras. Hay otra absoluta coincidencia: “Nada termina bien en las buenas novelas, Emilio, dijo Nina” (El camino… pág. 164) y “los finales felices estaban terminantemente prohibidos en las actas de la novela contemporánea” (Yo también… pág. 205). Y también algunos retruécanos, como los coloridos apellidos de las profesoras con quienes tienen que vérselas los protagonistas: Emilio Renzi, con Ida Brown, y el de Yo también… con Rachel Green, una entusiasta militante contra la segregación racial que necesita su voto en un consejo de profesores. Y de la profusa cita de diversos autores que ambos profesores de letras realizan en sus respectivos cursos, tras prolijo confronte sólo hemos podido dar con el de Alfred Jarry (págs. 199 de Yo también… y 262 de El camino…), reticencia que parece adrede para oponernos sendos cánones. (¿Con un escritor del absurdo como intersección?)

         Ahora penetremos en ciertas cuestiones morales que nos ofrecen las dos novelas. Ello nos obliga, de una buena vez, a referirnos a la mentada teoría de los refinamientos dicotómicos. Citamos textuales algunos de sus pilares: “Toda crítica valorativa puede reducirse a una sucesión de términos en pares dicotómicos, de los que el crítico escoge –o ya escogió a priori- uno o su opuesto según su preferencia, su formación, su prejuicio” (pág. 125 de Yo también…) “Cualquiera sea la afirmación de un término y sus razones no pueden considerarse menos válidas las razones del término opuesto.” (pág. 122). O, citando una conversación de Bénichou con Todorov: “Usted tiene razón en decir que articulo antinomias, pero es después de haberlas constatado, o para decirlo mejor, experimentado” (pág. 132). Y estos pilares se unen en un momento culminante de la praxis: “En vez de la práctica habitual frente a las antinomias: lo uno o lo otro, la elección de bando, las escuelas críticas contrapuestas, la argumentación ofensiva-defensiva, la antinomia es mucho más reveladora -y productiva- en el momento de vacilación (…) cuando los dos términos opuestos conviven a la vez con toda su tensión en la misma mente (como contradicción, como incoherencia, como crisis de postulados que se tenían por firmes…)” (págs. 132/133).

         Vale decir que en Yo también… encontramos las herramientas necesarias para desplegar una ética ante sendos dilemas morales. Y podríamos decir que ambas novelas coinciden en permitir que el lector (¡oh!) complete la obra literaria con su elección moral. Porque entre la tensión (acotamos: absurda) entre la rígida moral sexual del Estado de Georgia y la amoralidad política que les permite a esos estadounidenses ilustrados de clase media sintetizar que el derribo de las Torres Gemelas obedece a “envidia de todo lo que logró nuestro país” el lector tiene que realizar su elección moral, o establecer algún par dicotómico para cada término. Y lo mismo nos ocurre cuando en el Manifiesto, (El camino… pág. 158), Thomas Munk nos ofrece una sucinta pero no menos realista justificación de por qué “Para difundir nuestro mensaje con alguna probabilidad de tener un efecto duradero tuvimos que matar a algunas personas”. Convengamos que la elección moral que aquí se nos propone es más sofisticada, porque aunque pueda aterrar que resulte necesario matar a algunas personas para tener efecto duradero con un mensaje, es absolutamente cierto lo que ofrece Munk de justificación: “si no hubiéramos cometido algunos actos de violencia y hubiéramos enviado el presente escrito a un editor, probablemente no habríamos conseguido que lo publicaran. Si lo hubiese aceptado y publicado, probablemente no habría tenido muchos lectores porque es más interesante la diversión propuesta por los media que leer un ensayo serio. Pero si este escrito hubiese tenido muchos lectores, la mayor parte de ellos lo habría rápidamente olvidado vista la masa de material con que los medios inundan nuestra mente.”

         A la vista de ambos textos literarios, nos acontece una auténtica vacilación ante este “tuvimos que matar a algunas personas”, en contraposición a la bastante más llana tensión entre las transgresiones al sexual harassment y la mortal candidez moral de la civilizada secretaria yanqui (en la novela se llama Bárbara), que sólo puede ver envidia en lo que es efecto de una compleja política imperial. [4] Hasta se nos antoja que una novela le dice a la otra: “a mi no me hace falta vulnerar ningún sexual harassment para escribir una novela, porque en la mía mantenemos el comercio sexual entre profesores”. Y la misma novela –copetines mediante- se envalentona más, diciéndole a la otra: “¿Vos estás de vuelta? Yo estoy de ida”. Y le opone una amante open-minded a una simple novia bisexual. Hasta podemos aventurar que si en Yo también… se plantea el desafío estético de una novela que no fuera atrapada por el centenar de pares dicotómicos conocidos hasta ahora (pág. 170), El camino… le grita (sirva otra vuelta, mozo): “¿Te creés que vos sos esa novela? ¿Y si lo soy yo?” Casi vemos que parece estarle “anticipando que ese era su terreno y que no me convenía entrar ahí” (El camino… pág. 20).

         En todo caso, ambas novelas nos proponen sendas miradas de la sociedad estadounidense: la sociedad ante sí misma, mirada desde afuera (Yo también…) y la misma sociedad mirada desde adentro (El camino…). Una explosión y una implosión. Lo cual no es una diferencia, sino una más de tantas coincidencias, como esta otra: nunca nos obligan a elegir un bando.

         No hicimos más que cumplir con un mandato: “a inclinarse otra vez hacia el texto para releer.”[5] Y en confiar en que “Un libro en sí mismo, aislado, no significa nada. Hacía falta un lector capaz de establecer el nexo y reponer el contexto”. Porque “usted habría debido inferir, como haría un plagiario, la posibilidad de que alguien por azar, al estar justo leyendo ese libro, podía descubrir la conexión.” [6] Y nos place mucho cuando la realidad se ajusta a nuestros descubrimientos, créanos.[7] Y se nos presenta otra vez El camino…, diciéndonos: “¿No es notable que una serie de acontecimientos y el carácter de un individuo concreto se puedan describir transcribiendo el fragmento de una obra literaria? No era la realidad la que permitía comprender una novela, era una novela la que daba a entender una realidad que durante años había sido incomprensible” (pág. 231).

         “El problema perpetuo es cómo ligar el pensamiento a la acción.”[8]

         Ese siempre es un camino de ida.

Daniel Ortiz



[1] Este artículo data de 2014 y fue publicado en el boletín digital de la Biblioteca Popular Sudestada de julio de ese año.
[2] Guillermo Martinez, La fórmula de la inmortalidad, Buenos Aires, Seix Barral, 1era. edición, 2005, pág. 10
[3] Op. cit., pág. 78. Aunque a renglón seguido Martínez relativiza la cita de Piglia adjudicándole el germen de la idea a Borges. Lo cual confirma nuestra tesis, expresada en la nota -en prensa- Borges, como el peronismo (con la expresión nada académica de que “no hay escritor argentino sin su Borges atravesado como la fatalidad de un empalamiento.”)
[4] Recomendamos la lectura del capítulo “Sobre el 11 de septiembre”, en Guillermo Martinez, La fórmula de la inmortalidad, ya citado, págs. 25 a 32, escrito por su autor para ser leído en septiembre de 2002 en Iowa, EEUU.
[5] Yo también… (pág. 133).
[6] El camino… (pág. 281)
[7] No hablamos en plural porque seamos muchos, sino por darnos valor guareciéndonos en la horda, aún siendo uno.
[8] El camino… (pág. 280)

martes, 7 de abril de 2015

Juan Bautista Duizeide - La canción del naufragio


En “El cuento por su autor” (Página/12, 02/01/2015), Duizeide, explicando su cuento Distancias, nos refresca disimuladamente su plan estético de vida: cuenta que buscando una nueva mirada en La Boca para el Proyecto Orillas que viene realizando junto con Fabiana Di Luca (www.proyectoorillas.blogspot.com), dio con un lugar donde había amarrado hacia 1980 con el King o el Murature en una de sus tempranas travesías. Debemos haber compartido navegación, porque yo también me acuerdo de ese lugar que parece tan ajeno a Buenos Aires. Y que con el peso de la herencia de tantas miradas que recorrieran La Boca, dio en contemplar al botero que cumple el servicio La Boca-Isla Maciel (ahí también me llevaron otras travesías, siguiendo a mi equipo de fútbol en el ascenso): divagando, cayó en la cuenta que esa breve singladura, repetida ida y vuelta en décadas, daba la sumatoria en millas náuticas de una vuelta al mundo. Y sin salir del Riachuelo.

         También la vida, la tierra, la sociedad, la política, las ideas, el amor, los proyectos, los amigos, todo, se puede narrar sin moverse del mar. Y en esto anda Duizeide desde hace varios años. Y pareciera que por muchos más –acaso todos- no piensa moverse de ahí. Como en esa canción de La Portuaria, donde el protagonista se propone mirar todo el mundo desde ese bar de la calle Rodney. Y, en esa “ciudad de brujas y de asfalto, un puerto sin salida al mar” dice La Portuaria que “si navegar es tan preciso, hoy voy a sentarme en el bar, a viajar, perdiendo el tiempo, perdiendo el tiempo yo voy viajar.”

         Eso es lo que hace el protagonista de la novela, Martin Reyero, cuando acepta embarcarse como relevo del tercer piloto en un cascajo flotante de bandera argentina, un granelero llamado Caleta Leona. Pasa su última noche en un bar y perseguido por la melodía pegajosa de Lambada (“Chorando se foi…”), embarca en ese sarcófago oxidado. Desfilan personajes que son todos entrañables, salvo el primer oficial Daniel Ortiz, quien sin embargo, para el entendido y a su modo, es apenas uno más de los inadaptados que sólo encuentran un lugar en el mundo si es a bordo: “Para qué se habría casado Ortiz. Si conviene que nada ate a tierra a un navegante. Para qué se casaría la gente. Si conviene no tener nadie a quien extrañar. Para qué se habrían casado sus padres. Él se había prometido, para siempre, soledad.” Especialmente querible es el tal Galleta, un piloto de tierra adentro que no forma parte de la tripulación y que sólo es mentado en las remembranzas del protagonista, en zonas donde el autor juega a su gusto sobre las fronteras de la ficción y la crónica.

         La novela-canción transcurre en cuatro partes: Vísperas (largo); Singladuras (andante); La voz del escobén (scherzo); En la bahía (finale presto). Cada una, con una portada ilustrada por Fabiana Di Luca. El listado extenso de agradecimientos nos hace ver a un autor cuando menos amable y seguramente bastante acompañado, a diferencia del solitario Reyero. El iniciado en la ya importante obra de Duizeide podrá hallar en estas páginas una versión ficcional de los temas desarrollados en Crónicas con fondo de agua. Vidas secretas del Río de la Plata (2010).

         Hace tiempo venimos señalando que se va forjando un corpus de relatos y poesías de una época reciente que desafía a la memoria del impaciente argentino de clase media, que hace de la uña encarnada un cáncer del alma, y es tiranizado cuando no puede comprar divisas para atesorar. Nos referimos a la década infame del menemismo, que algún día habrá que explicarles a los jóvenes, como se enseña la dictadura, porque también parece cuento. En esta misma sección hablamos de lo arduo que era narrar el vacío que deja lo que se destruye, la nada, los tiempos en que la ilusión era utopía privada; comentando los libros de Gabriel Reches La Caja y La evolución – VERSION DOS decíamos: “¿Cómo narrar lo que no se hizo, el vacío, lo que se perdió, lo que se dejó pasar, lo que se olvidó, lo que se esfumó entre uno a uno, champagne y frivolidad institucionalizada?”


La canción del naufragio se inscribe en esta gloriosa épica: narrar el obsceno vacío noventoso. El que se llevó la flota mercante estatal mientras el Presidente decía que la Ferrari Testarossa es mía, mía, mía. Y el recuerdo de esa flota, de esa Argentina, va a estar con él adonde vaya (va a estar con el ficticio Reyero, pero éste no lo sabe todavía a bordo por entonces del Caleta Leona, como ya lo sabe Duizeide en tierra, hoy en día). Y en el recuerdo de los barcos que se malvendieron o se hicieron chatarra lloraremos, como al recordar a un amor que un día no supimos cuidar.